De un plumazo había borrado
todos los “y si…” que podían surgir a la hora de buscar una familia, hacer las
maletas y embarcarse en un avión rumbo a lo desconocido. La oportunidad estaba
ahí y era imposible de rechazar.
Hoy, 3 de mayo de 2013, estoy en mi nuevo destino y otra vez me
siento agraciada. Según he podido comprobar, en conversaciones con diferentes 'au pairs', mi familia es de lo más normal. Los
niños están ya creciditos, tienen cierta independencia y no necesitan de una
nani que vaya 24 horas detrás de ellos dándoles de comer o comprobando si les
han de cambiar el pañal. Además, sé a ciencia cierta que mi habitación es de lo
mejorcito que actualmente se puede encontrar en el universo 'au pair' londinense.
A estos parabienes he de sumarles que los cabeza de familia son educados,
comprensivos y cercanos, y además ya han manifestado su interés porque continúe
con ellos el curso escolar próximo.
Pero todo no podía ser tan bonito. Cuando uno se muda de
ciudad deja atrás todo lo que hasta ahora era su mundo. Apuesta por cerrar una
puerta, que ya poco más le puede ofrecer, y decide abrir ventanas tras las que
no sabe lo que encontrará. Lamentablemente ese proceso de cierre y apertura no
resulta tan fácil como pudieran pensar aquellos que dicen con la boca pequeña "yo si pudiera me iría".
Por muy a gusto, cómodo, acoplado,
adaptado o aclimatado que uno pueda estar a su nueva vida, siempre hay
acciones, rutinas y personas que se echan en falta.
El sentimiento de soledad es igual en todas las habitaciones
con independencia de lo confortable de la misma. Además, éste se magnifica si
la mudanza además de un cambio de ciudad implica un cambio de país y si el
proceso migratorio ha tenido lugar hace tan solo una semana.
Como dice un amigo, hay que tener 'au par' de h... para liarse la manta a la cabeza y meterse en casa de unos desconocidos a ejercer de niñera.